domingo, 3 de junio de 2012

Un adiós bien merecido al Viejo Hélios

Un adiós bien merecido al Viejo Hélios

“Solamente existe un sentimiento mayor que el amor a la libertad: el odio al que te la quita”. (Ché Guevara).-

Me daré en este amanecer muy frío del sábado 2 de junio de 2012 -a tres semanas del cumpleaños 86 del Viejo Hélios y a unas horas nomás de su muerte- el lujo de saludarlo como no podrá hacerlo –ni lo querrá hacer- ninguna de las renegadas ni ninguno de los renegados que lo usaron y rehusaron para irse facilitando a sí mismos las trepadas felonas y adulonas de la aurora “progresista” de los ´90.

Lo hago como no pueden hacerlo las renegadas y los renegados “militantes” que a fines de esa década infame, le pegaron una patada en el culo tratando de estigmatizarlo, ridiculizarlo, fantaseando en vano con la miserable ilusión de silenciarlo y convertir sus ideales y su consecuencia indoblegable en inmundicia politiquera a un tris de la traición definitiva.

Lo hago junto a muchas otras y muchos otros que en el “hasta luego” del velatorio o en el cementerio –o, tal vez, a la distancia-, no bajaremos los párpados de verguënza, sino de dolor sincero por la pérdida del querido Compañero caído verdaderamente en combate.

Lo hago rindiendo honores no al muerto, sino al ser humano íntegro cuya vida fue grande porque supo enseñar a otros hombres y otras mujeres a vivir la vida con dignidad, sin arrastrarse ni postrarse a los piés de los que han creído ser poderosos e invencibles.

Lo hago absolutamente decidido a reclamarle a alguna de las renegadas o a alguno de los renegados que se atreva a hacer acto de presencia en nuestra despedida, que grite bien fuerte: “¡Yo lo traicioné; yo traicioné los ideales y los principios por los que este hombre peleó hasta sus últimos días!!!”.

Y, si no, que se vayan a llorar lágrimas de cocodrilo a cualquier otro velorio.

El Viejo odiaba la unidad entre hipócritas, después de todo; y mucho más la cínica “unidad acongojada” ante la muerte.

Hélios, en 1998, después de años y años confiando en personajitos que a esas alturas sólo se movían por rastreras apetencias personales amparadas en el fanatismo sectario que florece y estalla en el amiguismo político a ultranza, todavía tenía ciertas esperanzas de que únicamente nos estuviesen separando de los falsos “históricos”, desavenencias táctico-estratégicas, nomás, y no infranqueables distancias en el plano de los principios y los valores revolucionarios más elementales y enaltecedores de la condición humana, como ya podía olfatearse desde mediados de esa década.

Entreví la pérdida definitiva en Hélios de esos restos de esperanzas, en la total palidez de su rostro cuando oyó que uno de esos falsos “históricos” –uno de los que El Viejo esperaba algo de honestidad revolucionaria, un poquito al menos, aunque fuesen restos nomás- susurraba al oído de los que se dirigían a las sillas congresales de fines de ese año, recostado a la pared, con los brazos cruzados y con cara de buey degollado y fingido alarmismo:

“Hay que cuidarse las espaldas, compañeros…”, mientras otro “pre-histórico”, en pedo y desaforado, como era su estado permanente, gritaba a voz en cuello tapando los conceptos del “disidente ultra” en uso de la palabra: “¡Traidores, traidores, manga de traidores!”…

Unas horas después, cuando ya dos centenares de compañeras y compañeros hartos de tanta exhibición de travestismo ideológico sin remedio e impresionante podredumbre moral, habíamos puesto los piés en polvorosa para respirar otros aires menos contaminados, unas copas y un cafecito entre “ultras” fue la cita obligada intentando la necesaria catarsis tras el heroico cruce del Rubicón que significaba irse del “MPP” en vísperas del triunfo electoral y de la derrota ética ya enquistada en los corazones posibilistas ganados por el triunfalismo barato y el patético exitismo mediático.

Hélios, por supuesto, fue en ese boliche invadido por leprosas y leprosos escupidos por los “históricos” de la 609, uno de los que no paraban de hablar y de exteriorizar sin mucho gré-gré, sus fuertes impresiones sobre la histórica jornada en la que, rengos, magullados y patoteados, una caterva loca de “principistas” dándose de patadas con el posibilismo y el oportunismo conjugados, nos fuimos de esa cueva para seguir militando “en situación de calle”, en harapos, sin aparato, sin más recursos que la sangre hirviendo y una bendita y orgullosa vergüenza insurrecta a flor de piel.

A alguien se le ocurrió en el boliche, con muy buen tino, proponer un brindis celebrando el postergado divorcio político, pero Hélios no lo escuchó. Seguía hablando, entremezclando embroncados comentarios con espontáneos pronósticos de cómo nos iría fuera del “alero” ya fagocitado por el “posmodernismo maduro y responsable”. Hélios no paraba de referirse a la situación, de agitar sin fatigarse, de arrimarle leña a las pequeñas brasas de dignidad todavía ardientes y humeantes que éramos los “disidentes”.

Y al proponente del brindis, en cierto modo caliente con la sordera y la locuacidad imparable del Viejo, le salió del alma el grito pelado de “Hélios, ¡por favor, no volantées más por hoy!”, con lo que le arrancó no una queja, sino una estruendosa carcajada que le iluminó los ojos y nos dejó ver que en su humanidad incansable había todavía mucha energía alegre y mucha fe, a pesar de toda la mierda patotera respirada durante horas y horas de triste monserga renunciante (porque fue eso aquel congreso: los que renunciaban eran los que se quedaban haciendo los mandados para entibiar los vacuos sillones de los que defendían las alianzas con la burguesía fascista y lamebotas, aliada a su vez a las multinacionales hoy desesperadas por minas a cielo abierto, forestadoras, plantas de celulosa, estancias sojeras, puertos, trenes, transporte aéreo, etc., etc.).

Los que lo conocieron directamente al Viejo defendiendo sindicatos y trabajadores perseguidos y burlados, jamás podrán olvidar sus gestos de hombre que no solamente las vivía como abogado laboralista, sino también como auténtico trabajador ofendido en su honor de tal. Ninguno de sus defendidos de la insanía patronal -montada en el ventajeo de los impunes- olvidará los arrebatos furiosos de El Viejo contra empresarios y mercenarios a los que fusilaba con sus agudas miradas inyectadas de legitimo odio de clase, sin concederles ni un milímetro de “razón” ni a ellos ni a los supuestos jueces encargados de “dictaminar” quiénes la tenían.

“No tengo que calentarme demasiado –decía en voz baja en los tribunales-; peleamos contra buitres aliados con palomos de pico afilado, y si te calzan el punto, sos boleta de antemano…”. Sabía muy bien que los “doctos” profesionales del derecho burgués lo consideraban no un “defensor”, sino un “ofensor” de primera línea, inderrotable en la exposición de argumentos, imposible de vencer por cansancio, incorruptible de pé a pá, a diferencia de unos cuantos “asesores letrados” representantes de los chupasangre organizados en el Estado burgués.

No había jueza o juez que no supiera que Hélios había consumido noches y días –años y más años de autoformación militante- buscándole a las leyes del capitalismo los recónditos vericuetos por los que se colaban, escritos, sus propios anacronismos y sus contradicciones de lógica y de hecho, aprovechables tan siquiera para hacer menos penosa la explotación y la opresión burguesas, y ganar sí o sí, con frecuencia, “juicios laborales” que en general otros profesionales daban por perdidos a priori.

A los excedidamente ortodoxos podrá parecerles un disparate, pero Hélios Sarthou era un abogado con conciencia de clase a pesar de que sus actividades corporales más duras hayan sido nomás dos en las que descolló hasta casi lo 70 pirulos, aunque sin prensa: el ping-pong y el fútbol.

No fue un buen burgués enamorado del proletariado; fue un trabajador más, uno de los mejores de entre nosotros.

Después de la odisea fasanesca del diario “La República” en perpetuo conflicto con los trabajadores gráficos, lo conocí más estrechamente a Hélios en 1992 en el asesoramiento a las familias ocupantes de edificios abandonados a medio construir bancados por un Banco Hipotecario que –en transas y manipulaciones hasta hoy no aclaradas- había pagado millones y millones de dólares a empresas promotoras fantasmas que se borraban afanando el dinero en la etapa finalista de las obras.

Lo suyo fue más que un asesoramiento jurídico; fue una auténtica vigilia solidaria y comprometida con los de bien abajo. Estuvo siempre expuesto al riesgo de que se lo acusara de “complicidad” por sostener invariablemente y fundadamente, que ocupar viviendas no era un delito, sino un recurso popular extremo pero legítimo, el ejercicio de un derecho previsto constitucionalmente bajo el carácter de “estado de necesidad” (“es lo mismo que cuando no tenés para comer vos y tus hijos y te vas a un restorán, comés lo indispensable, sin lujos, y en lugar de pagar, presentás un documento de identidad diciendo que llegas a eso por hambre, por no morirte de hambre; eso no es delito, aunque en general te metan preso y pretendan procesarte…”, repetía siempre).

En uno de esos edificios, una madrugada en la que una magistrada había ordenado que frente a él se apostara una nutrida comitiva policial armada a guerra para ir amedrentando a las y los ocupantes, la mitad de los cuales eran niñas y niños de menos de 10 años, El Viejo bajó de su destartalado Mercedes ex taxímetro, se dirigió al inspector “a cargo del operativo”, le extendió su mano derecha, se presentó y al oído, atrevidamente, sin que nadie pudiera imaginarse la ocurrencia, le dijo:

“Mire, inspector; esto es cuestión de horas, esta gente está viviendo encima de un subsuelo absolutamente inundado de mierda y orina en el mismo lugar donde está el tablero eléctrico, que en cualquier momento hace cortocircuito y esto va a volar al carajo con todos los que están arriba y la gente que ande cerca de la entrada… Además, discúlpeme, esto es un peligrosísimo foco de infección para el personal policial, que puede terminar apestado y apestar a la familia…”.

Automáticamente, a través de su walkie-talki, el oficial se comunicó con alguien de más arriba y en dos minutos la orden judicial se fue al carajo como si efectivamente hubiese estallado el gigantesco pozo negro ubicado en Boulevard Artigas y Goes, a unos metros de la lujosa “Tres Cruces” en construcción, cráter insalubre que realmente existía y que siguió existiendo durante mucho tiempo ocasionando serias enfermedades entre los ocupantes y el mismo vecindario adyacente, provocando, además, frecuentes colapsos eléctricos con apagones y pequeños focos ígneos.

Cuando las fuerzas represivas se retiraron, nos reunimos con El Viejo en el primer entrepiso nauseabundo y pestilente, él y veinte familias a las que la vida les había dejado ya muy poco para perder. Compartimos un amargo y unas tortas fritas, sin apuro y sin remilgos, con el profesional de traje y corbata que no le hacía asco a vivir un rato lo que otros sufrían día y noche.

Nos dijo: “Era estratégico que la policía se fuera, que dilatáramos la posibilidad del desalojo compulsivo o la retirada de la gente por miedo… Mañana tenemos la primer negociación con un gerente del banco y eso por sí solo deja en suspenso el desalojo por la fuerza después de procesarse a tres o cuatro cabezas de turco elegidos por alguien…”.

Mirta, una morena grandota que se había enamorado de la “audacia” del viejo, no se contuvo y le preguntó: “Doctor, ¿qué quiere decir estratégico?”… Y la respuesta fue una pinturita de lógica dialéctica para encuadrar, aplicada al lenguaje y el entendimiento popular: “Mire, Mirta, quiere decir algo así como que si usted se peleó con su marido y él le dice que se va a ir y usted no quiere que se vaya porque la cosa no es tan grave y todavía se quieren, pero usted no quiere decírcelo, usted debe buscar la manera de que intervenga su suegra y venga y le diga abrazada a usted: nene, pensá por lo menos en tus hijos, además sabés que en casa no hay lugar…”.

Hélios Sarthou fue y seguirá siendo un grano en la puerta del culo de la soberbia burguesa. Un infractor de sus propios inventos para la dominación social; un reincisivo bisturí que viviseccionaba las pústulas hediondas del poder y mostraba el cáncer del capitalismo hasta para los ojos vendados de la justicia burguesa institucionalizada, de esa falaz justicia sólo de palabra que fue concebida para jodernos a los debajo de por vida, si fuera posible.

Hélios fue y es un revolucionario de hecho, más allá de discursos, declaraciones, autoproclamaciones y coincidencias o desavenencias acerca de cómo plantarnos frente al enemigo en cada ocasión. Fue y es alguien que nunca será un ausente o un simple nombre y apellido en las crónicas históricas.

No sabemos todavía qué plaza habremos de tomar para bautizarla “Hélios Sarthou, Compañero”… Alguna será, a no dudarlo… Y capaz que la de “Los Olímpicos”, esa de su querido barrio, sea la más adecuada, sencillamente haciendo un agregado en medio de una buena movida callejera en la que podamos escuchar a su colega Osvaldo De La Fuente –otro jugado por los de abajo- cantando un buen tango como los que a Helios le gustaba escuchar y a Osvaldo cantar.

De repente “Plaza de los Olímpicos – Compañero Hélios Sarthou” no es mala idea, máxime si tenemos presente que el fútbol fue también una de sus grandes y comprometidas pasiones de toda la vida y que, practicándolo, también supo dar cátedra sin atenerse demasiado a las buenas costumbres de la academia y sin mucho respeto por lo “políticamente correcto” en materia de reglas que caducaron con la desaparición de la pelota de cuero cosida a mano y los jueces con calzones hasta las pantorrillas.

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