El buitre no lo devoró
El
hombre sujeta la fotografía con sus manos nudosas, recubiertas de
una piel dura como el cuero curtido. La observa unos instantes.
Asiente con la cabeza. En nuer, su lengua, afirma «sí, es mi hijo»
al traductor, a la vez que devuelve la fotografía al kawai, como los
nuer llaman al hombre blanco que se sienta frente a él. «Si la sigo
mirando, no podré dormir esta noche», dice volviéndose hacia el
otro lado, como si con ese gesto quisiera borrar los malos recuerdos.
Hay
preguntas del kawai que no entiende, porque esos conceptos en esa
tierra africana no se usan. ¿Qué edad tiene? El hombre no sabe en
qué año nació. Él cree que tiene alrededor de 69 o 70.
-¿Vio
alguna vez esta foto?
-No
-responde tajante Nyong, padre de familia de pocas palabras.
«La
gran mayoría de gente de esta tierra no ha visto nunca ninguna»,
aclara el traductor, de la misma tribu.
-Mi
hijo murió de fiebres hace cuatro años. Siempre fue un niño feliz,
pero muy enfermizo.
-¿Pero
murió de fiebre amarilla, malaria, kala azar, cólera?
-Fiebres
-dice el traductor.
Y
agrega: «En las aldeas sin acceso a la sanidad la gente se muere sin
saber de qué».
El
kawai (el hombre blanco, es decir, yo) le explica al señor Nyong que
a su hijo lo fotografió Kevin Carter, un sudafricano blanco que pasó
por Ayod durante dos horas en marzo de 1993. Que la fotografía fue
publicada en The New York Times días después. Que ganó el premio
más importante del mundo. Que luego su autor se suicidó, y que aún
hoy es la imagen más polémica de la historia reciente del
fotoperiodismo, pero que ayudó a concienciar a medio mundo de la
necesidad de redoblar la ayuda humanitaria. Nyong sólo responde con
una afirmación de cabeza, pero uno de sus hijos asegura que es un
honor para ellos que una foto de alguien de su familia haya servido
para salvar vidas.
El
señor Nyong pide de nuevo la foto de su hijo junto al buitre. Kong
rondaba entonces los dos años. Cuando el periodista se la entrega,
el hombre se queda pensativo. Después habla con parsimonia: «Era la
gran hambruna. La gente venía a Ayod para poder comer algo de lo que
traían en los aviones. No había nada que llevarse a la boca».
-
¿La madre del niño le acompañaba hasta aquí? -pregunta de nuevo
el kawai.
-No.
Ella murió nada más nacer él, así que se quedó pronto huérfano
de madre y tuvo que reemplazarle su tía. Ella le llevaba a diario
hasta el feed center (centro de reparto de comida que la ONU tenía
instalado en Ayod cuando una hambruna más asolaba Sudán) para
recibir la ración que necesitaba. Y se recuperó».
El
kawai le comenta que en occidente se cree que el niño está solo, a
merced del buitre, y que agonizó sobre la arena después, quizás
antes de ser despedazado a tiras.
-No,
la hermana de mi esposa estaba allí, cerca de él, nunca estuvo
solo.
A
pesar del enorme dramatismo de la imagen, es la propia foto de Carter
la que confirma las palabras del padre de Kong: el niño lleva una
pulsera de plástico en su brazo derecho, las mismas que usaban en el
feed center para agrupar a los niños según sus necesidades. Si se
observa la imagen en alta resolución, puede leerse, en rotulador
azul, el código «T3». A Carter se le criticó por no ayudar al
bebé y el mundo le dio por muerto a pesar de que el propio Carter no
lo vio fallecer. Sólo disparó la foto y se fue minutos después.
La
realidad es que ya estaba registrado en la central de comida, en la
que atendían enfermeros franceses de la ONG Médicos del Mundo.
Florence Mourin coordinaba los trabajos en aquel dispensario
improvisado: «Se usaban dos letras: “T” para la malnutrición
severa y “S” para los que sólo necesitaban alimentación
suplementaria. El número indica el orden de llegada al feed center».
Es decir, que el pequeño Kong tenía malnutrición severa, fue el
tercero en llegar al centro, se recuperó, sobrevivió a la hambruna,
al buitre y a los peores presagios de los lectores occidentales.
Los
periodistas españoles José María Arenzana y Luis Davilla visitaron
Ayod tres meses después que Carter, y vieron lo mismo que él:
miseria, muerte, niños, buitres. «Aquel lugar, junto a la central
de comida, servía como letrina improvisada para los niños. Muchos
acudían en los huesos y con diarreas terribles. También allí les
esperaban los buitres para comerse los excrementos. Eso no significa
que no muriera gente allí ni que se quedaran tirados en cualquier
sitio, pero puedo asegurar que ese bebé no estaba allí abandonado a
su suerte y sin ayuda. Y por eso Carter hizo lo que tenía que hacer,
una foto impactante que mostrar al mundo y luego se marchó»,
sostiene Arenzana. Fueron otras palabras suyas («El parrajarro, te
puedo asegurar, no se comió al bebé») las que convencieron a este
periodista para, 18 años después, viajar 4.478 kms desde España en
busca de la historia jamás contada: la del bebé de la foto de
Carter. El niño del buitre.
En
el equipaje, también testimonios de testigos presenciales. Joao
Silva, amigo y miembro junto a Kevin Carter del llamado Bang Bang
Club, estuvo presente aquella mañana en Ayod: «Las madres hacían
cola para recoger la comida mientras los niños esperaban sobre la
ardiente arena cercana».
Ahora,
frente al señor Nyong, brilla la luz de la verdad: «Sí, eso es, mi
hijo no corría ningún peligro en aquel momento».
La
madre muerta
El
extranjero, el kawai, quiere saber cómo era el niño de la foto, su
hijo, qué gustos tenía, qué lo diferenciaba del resto: «Para mí
fue especial porque nació en un momento muy malo para nuestra
familia, su madre murió pronto y eso hizo que le cogiera tanto
cariño. Supe que tendría que hacer todo lo que estuviera en mi mano
para que saliera adelante». El señor Nyong no contará mucho más
ese día, ya que tendrá que recorrer el largo camino de vuelta a
casa, a cuatro o cinco kilómetros del centro de Ayod, cuando el sol
africano ya dice adiós bajo los árboles, pero promete una nueva
cita dos días después.
Esta
vez sí, le visitamos en su propia choza. El señor Nyong, miembro de
una etnia que practica la poligamia, está encantado con poder
presentar al kawai a sus tres esposas (sin contar a la fallecida
madre de Kong), a sus nueve hijos, a sus incontables nietos, que
rodean al blanco para tocarle el vello de los brazos (los nuer no
tienen un solo pelo) y comprobar alucinados que en la pantalla de la
cámara aparece su propia imagen. Esta perfecta radiografía de la
composición familiar en las tierras de los nuer se aloja en tres
chozas de adobe con tejado de paja, protegidas del exterior con una
simple empalizada. En su interior unas cuantas vacas aseguran la
leche para el desayuno. El resto, 40 reses en total, busca en los
alrededores algo de hierba fresca en la polvorienta aridez de la
temporada seca.
No
queda lejos la tumba de Kong Nyong, muerto en 2007, pero está
inaccesible en coche por ausencia de caminos y desaconsejada por los
soldados, que recomiendan no salir de la aldea. Una sencilla cruz de
madera de acacia (aquí la mayoría son cristianos) marca el lugar
bajo una gran arboleda donde descansa el joven Kong, aquel niño
famélico que sobrevivió una década al fotógrafo blanco que lo
inmortalizó.
Las
mujeres del patriarca Nyong, que acaban de llegar del pozo de la
aldea acarreando garrafas con agua, preparan el desayuno mientras los
pequeños se desperezan. Ellas siguen la tipología de los hombres:
altos, delgados, con adornos tribales grabados sobre la piel usando
cuchillas de afeitar y punzones. El señor Nyong se pone su mejor
traje y muestra para las fotografías su bastón dorado, el que marca
la sabiduría propia del jefe del clan. No queda en las chozas ningún
objeto o ropa que el difunto Kong tuvo en vida. Todo está repartido.
Quizá aquella camiseta de fútbol azul que lleva uno de los
pequeños, ya gastada por el uso; quizá aquellos pantalones
deportivos llenos de agujeros que luce otro; quizá el colchón sobre
el que dormía…
Sobre
el terreno, Ayod y sus alrededores es hoy un lugar lleno de vida.
Junto al Nilo, y en pleno triángulo del hambre, el principal asunto
de conversación es la rebelión militar del comandante George Athor
contra el gobierno de Salva Kiir en Juba. Los hombres comentan en los
corrillos del mercado que cuenta con 1.000 soldados y ayuda
armamentística de los islamistas de Jartúm. Pronto, otro asunto
ocupará también sus conversaciones: la llegada de un kawai (yo, el
hombre blanco) que ha viajado desde España para buscar a una niña,
pues es lo que se había dicho hasta ahora, que aparece en una foto
de 1993. Por eso, el señor Kong terminaría viniendo a mi encuentro
al poblado. Pero antes pasé varios días de interrogatorios.
Sexo
cambiado
«Es
que no es niña, es un niño»… Así, con esa frase, empecé a ver
luz. El que me hablaba al mirar la foto, el primer habitante de Ayod
que se enfrenta a la instantánea de ese buitre blanco africano
tomada por Carter, es el commisioner, una suerte de alcalde y general
militar encargado de la seguridad. Es visita obligada. Si el
commisioner acepta al forastero, podrá moverse a su merced sin que
ninguno de los numerosos soldados con kalashnikov pueda detenerle. Si
no acepta, tiene muchas posibilidades de ser expulsado, pese a tener
todos los permisos en regla. En una mesa en la que se sientan varios
ancianos del pueblo junto a oficiales del Ejército de Liberación
del pueblo de Sudán (SPLA), despliego no sólo la fotografía
ganadora del Pulitzer 1994, sino las copias de los negativos que
Carter tomó aquel día de marzo de 1993 en la aldea. Más de 200
instantáneas en la que quedó congelada la hambruna provocada por la
guerra que asolaba el sur de Sudán. Junto a él se sienta un nuer de
2,30 metros llamado Malik, quizás uno de los cinco hombres más
altos del mundo y atracción, a su pesar, de los niños del pueblo.
Todos
se acercan y comienzan a pasarse las fotos unos a los otros. De vez
en cuando, señalan a alguien y dicen un nombre. Les pido que anoten
en el borde de cada foto si la persona sigue viva y está en Ayod. De
ser así, pienso, me ayudaría a encontrar al niño del buitre. El
commisioner mira el retrato de un moribundo. «Son fotos muy tristes.
Por suerte, ya no estamos así. La paz ha mejorado la vida de la
gente». Es extraño oír esa palabra en un lugar en el que uno de
cada cinco habitantes es soldado y en el que el colegio se usa como
cuartel.
El
commisioner quiere oír al hombre blanco contar a qué ha venido y
este periodista relata la triste historia de Kevin Carter. Lo haría
muchas veces más. El commisioner casi no puede creerlo. «¿Se
publicó en todo el mundo una foto de Ayod?». Sí, no sólo se
publicó. Ninguna imagen ha sido y es tan comentada como esta,
incluso 18 años después, en los foros de internet. El extranjero
asegura que no es ningún peligro para la aldea, que sólo pretende
encontrar el lugar en el que se tomó la foto, hablar con testigos
que puedan conocer el destino de la niña que intenta levantarse ante
la amenazadora mirada del buitre. El commisioner observa la foto con
atención y reprende al periodista de nuevo. «Se equivoca usted, es
un niño, no una niña… Tiene permiso para moverse por Ayod y hacer
fotos. Mañana mismo convocaré a varias mujeres del poblado para ver
si recuerdan algo».
El
padre Antonio, un sacerdote italiano que lleva años en la aldea,
promete enseñar la foto en su sermón del domingo. Además de copias
de la foto repartidas aquí y allá, el boca a boca sobre la búsqueda
se extiende por la aldea como el fuego que arrasa a esa hora el pasto
seco.
No
es difícil hallar el lugar donde el buitre fue a posarse tras el
niño. Está a unos 10 metros del edificio que servía de central de
reparto de comida, hoy lleno de soldados descamisados y con
sandalias. No es, ni de lejos, un lugar aislado en el que un crío
pasaría desapercibido.
Durante
su estancia en Ayod, el kawai comprobará como el commisioner cumple
su palabra. Al día siguiente, convoca en su oficina a varias mujeres
mayores para hacer otro visionado de las fotos. De nuevo, nombres y
recuerdos. Este vive cerca del mercado. Este murió hace años de un
disparo. Nyaluak Garkuoth descubre a su propia hija sonriendo al
fotógrafo al que nadie recuerda. «Murió en la hambruna», aclara,
señalando su estómago hinchado y sus brazos cubiertos sólo de
piel. Chuol Deng, presente en la reunión, se lleva las manos a la
cabeza al descubrirse herido en el mismo dispensario en el que
atendían a los niños. Para probar que es él, se levanta el
pantalón y deja asomar viejas cicatrices.
Será
una de las mujeres que repartía la leche de la ONU entre los niños
de la zona, Mary Nyaluak, 60 años, la que dé la primera pista sobre
la identidad del bebé. «Es un niño. Se llama Kong Nyong, su
familia vive en las afueras». Todos se agolpan en torno a la foto
que muchos consideraron maldita. Dos mujeres más le dan la razón.
«Sí, es el hijo de Nyong», dicen. El commisioner se levanta, como
un resorte:
-
¿Lo ve? Es un niño. ¡Se lo dije!
Carter
disparó fotos a decenas de niños en aquel lugar. No es difícil que
confundiera el sexo del bebé en su fotografía inmortal.
-
¿Pero está vivo? -pregunta el extranjero, cada vez más nervioso.
Mary
cree que sí pero no lo sabe con certeza, hace años que les perdió
la pista porque viven lejos, a varios (cinco) kilómetros. Pero
promete convocar una reunión entre el periodista y el cabeza de
familia. «Mire, aunque no se le ve la cara, todos en su familia
tienen las orejas con esta forma». El extranjero pregunta si está
segura: «Usted sólo ve a un niño negro más. Yo veo a un niño al
que conocí muy bien».
Mary
nos da la noticia
Al
día siguiente, cuando el boca a boca ha hecho su trabajo, Mary nos
dará la peor de las noticias: «Murió hace cuatro años. Consiguió
sobrevivir al hambre, pero enfermó. Hoy vendrá su padre a verle. Le
han dicho que hay alguien que le busca por una foto de su hijo».
Mientras
tanto, varios camiones de soldados abandonan el pueblo camino del
frente, cada vez más próximo, por donde avanzan las tropas de
Athor. 15 muertos en la primera aldea, 105 en la siguiente. 225 hoy.
Gritan canciones que hablan de venganza. La noche anterior el enemigo
estaba a 80 km. Hoy a 30. Las dos ONG de la aldea hablan de
evacuación en voz baja. Sí. El Ayod de hoy y el de 1993 se parecen.
Facciones del mismo ejército que se matan entre sí, mientras el
enemigo del norte se frota las manos y saca la calculadora. Si acaso,
la diferencia es que hoy la gente no muere masivamente de hambre.
El
padre Antonio da un consejo al kawai recién llegado: «Todas las
noches los chicos tocan música de tambores en el centro del pueblo.
Si esta noche no oyes música, es que la guerra ha llegado hasta
aquí». El kawai espera que la música siga sonando para que ningún
otro Carter tenga que volver a inmortalizar la hambruna provocada por
la guerra, la peor arma de destrucción masiva creada por el hombre.
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