A las cuatro y diez de la tarde
Por Daniel Feldman (*)
El próximo 24 de diciembre se cumplirán 39 años del
asesinato en Buenos Aires de Raúl "Cacho" Feldman, militante
estudiantil y de la UJC. El texto que presentamos a continuación, en formato de
monólogo teatral, es un recuerdo y homenaje a su figura y a la vez una
reflexión sobre los diferentes caminos de la supervivencia al terror y la
construcción de la memoria.
La escena está a oscuras. Se escuchan 16 balazos y se ven
los respectivos fogonazos. Lentamente se enciende la luz. El escenario está
cubierto por una lona oscura. Comienza a moverse y el personaje se va
destapando. Hay cuatro taburetes de diferentes alturas, marcando los vértices
de un cuadrilátero imaginario. En el centro de ese cuadrilátero queda dibujado
con tiza sobre el piso el contorno de un cuerpo.
¿Cuántos de los dieciséis balazos habrás llegado a escuchar
y sentir en tu cuerpo? ¿Uno? ¿Dos? ¿Tres? ¿Cuatro? ¿Cuánto resisten un tórax y
una cabeza antes de atravesar la frontera? ¿Cuántos instantes de ese último
verano habrás podido retener en ese último suspiro? ¿Cuánta conciencia de la
vida y la muerte que la abrazaba pudiste llegar a captar en ese breve lapso,
bala a bala? ¿Para qué o para quién fue tu último pensamiento?
¿Una? ¿Dos? ¿Tres? ¿Cuatro?... ¿Cuántas balas? ¿Cuál fue la
definitiva? Las demás las demás no fueron más que meras anécdotas, remolinos de
acero y pólvora carcomiendo y lacerando la carne, aumentando el charco de
sangre.
¡Cuántas veces he revivido la escena de tu cuerpo en medio
de la muerte! ¡Cuántas intenté adivinar una sonrisa en tu rostro quieto y frío,
como diciendo ¿viste? cumplí ! ¡Cuántas veces me imaginé a la alegría ganándole
a la muerte!
¡Mentira! ¡Cien y mil veces mentira! Igual que la tijera le
gana al papel y éste a la piedra en el juego, la muerte siempre le gana a la
alegría.
Pero igual ¿cuántas veces me lo imaginé? Tal vez decenas de
miles no lo sé, simplemente son números, estadísticas del recuerdo.
*****
Perdoname que vuelva a la misma pregunta, al mismo tema:
¿qué pensaste, más allá del discurso oficial? ¿Héroe de la espiral ascendente
en la lucha por la liberación? Esa que ya tenía marcada su fecha por la
historia, donde no eras más que un mero engranaje prescindible de la cósmica
maquinaria de la revolución o, la puta madre ¡cuánta vida me perderé!
No lo sé, sólo tú y tu muerte encadenaron las últimas
imágenes. Según el día, o la época, oscilo de una a otra respuesta.
A menudo converso contigo. Es un secreto que guardo a rajatabla. Te hago preguntas
e imagino las respuestas más inverosímiles. Tengo libros imaginarios llenos de respuestas, de consejos. Y de
silencios.
Conversamos, y súbitamente la risa, esa que frecuentemente
pongo en tu rostro quieto y frío, se ve atravesada por el hueco de la nueve
milímetros y el carmesí. No hay vuelta, creo que nunca podré adivinarte en tu
último instante, ese que por poco, por muy poco, casi compartimos.
Suavemente comienza a escucharse la versión de Chico Buarque
de Cáliz .
Padre, aparta de mí ese cáliz, de vino teñido de sangre. Me
acuerdo de la canción Pai, afasta de mim ese cálice, de vinho tinto de sangue
No sé porqué, nunca lo analicé, pero súbitamente logro evadirme con esa melodía
me voy y luego retorno y no me remuerde la conciencia abandonarte por un
tiempo.
Mil novecientos setenta y cuatro veinticuatro de diciembre
Noche de paz, noche de amor tarde de horror. Desde esa fecha odio los cohetes.
Se me antojan cada uno de los dieciséis balazos me asusta hasta la eclosión del
corcho del champagne o la sidra, aunque ritualmente, de un tiempo a esta parte,
siempre beba una copa a tu salud en esa noche.
*****
Era martes y sobre el mediodía Buenos Aires ya comenzaba a
ceder en su para un montevideano pueblerino -
ritmo infernal. Habíamos quedado en encontrarnos con Diego a las cuatro
de la tarde en el pequeño apartamento oficina de la calle Junín al 900, a una
cuadra de la Avenida Córdoba, frente a la Facultad de Farmacia y Bioquímica. Me
iba a juntar con él para retirar algo de dinero de una cuenta a su nombre, para
hacer las compras de rigor por el feriado.
¿Intuición? ¿Premonición? ¿Las acepta el materialismo
dialéctico? Cuando me aprestaba a salir, Mamá me dijo: dejá, no vayas, nos
arreglamos con lo que tenemos . Insistí rotundamente en ir, más por el
aburrimiento de quedarme en casa que por otra cosa. Que sí, que no y así
durante un rato hasta que triunfó la tesis de nuestra progenitora.
Había quedado en estar a las cuatro y falté, sin aviso. Con
el tiempo me di cuenta que no había asistido a mi cita con la muerte. Yo era
muy puntual. Supuse que con el paso de los minutos se daría cuenta que no iba.
Uno de los argumentos que esgrimí para ir era ese: se iba a preocupar si no
iba. No importa, se imaginará que no es necesario el dinero sentenció mi madre.
No había celulares ni correo electrónico ni teléfono fijo teníamos en nuestro
apartamento y tampoco lo había en la oficina. ¿Intuición? ¿Premonición? ¿Suerte
de principiante en las batallas con la muerte?
Con el paso de ese mismo tiempo, también supe que no pudo
llegar a hacerse la idea de que me había salvado.
A las cuatro de la tarde se detuvieron los cuatro Ford
Falcon frente al edificio de la calle Junín. El reloj de Diego indicaba
acusadoramente las cuatro y diez.
Sí Federico sí Diego no a las cinco de la tarde a las cuatro
y diez de la tarde.
¿Cuál fue tu último pensamiento? ¿Para qué o para quién? Me
angustia nunca poder responderme esa pregunta. ¿Tal vez fue para mí, el Flaco
como solías llamarme? ¿Posiblemente horrorizado porque yo no había aparecido y
sí los mensajeros de la muerte? ¿Llegaste a pensar que habían terminado antes
conmigo?
Si ese fue uno de tus últimos alientos, no te preocupes,
todavía sigo aquí, aún no han venido por mí.
En todo el trayecto hasta el lugar donde nos informaron de
los acontecimientos, no se me cruzó en ningún momento por la cabeza el
desenlace. Pensé que te habían detenido, que te habías sentido mal. ¿Cómo era
posible que nos atrapara la muerte? A nosotros, los inmortales, los
invencibles, los eslabones de la futura redención humana.
Sin embargo, lacónicamente nos informaron: ¿Por qué no se
sientan? a Diego lo mataron . A los pocos minutos la confusión existe una
posibilidad de que esté vivo. No se lo dije a nuestros padres; ellos no
barajaron esa posibilidad ¿para qué ilusionarlos con una vuelta si sólo te
habían adjudicado el pasaje de ida?
A veces pienso que somos un país triste. Somos un país hecho
de tristezas.
Enclave estratégico entre dos grandes de América, ya desde
el propio nacimiento nos falta personalidad; falta que hizo que nuestro nombre
como nación fuera una simple referencia geográfica: República Oriental del
Uruguay. Al oriente del Río Uruguay. ¿Viste? Esa que está ahí; seguí tres
cuadras derecho, derechito y la primera bocacalle, esa que sale al este, esa
misma es.
El ganado que nos distingue no es autóctono; tuvo que venir
un tal Hernando Arias de Saavedra a traer sus vacas a pastar en estas
latitudes.
Nos enorgullecemos de una garra charrúa que nos es extraña a
la gran mayoría de los habitantes de estas tierras. Los nombres de nuestros
accidentes geográficos son aburridos, no tienen poesía, no tienen originalidad,
son denominaciones de la resignación.
Claro que Uruguay río de los pájaros pintados es un nombre
hermoso, pero se lo robamos al guaraní. Las sucesiones de arroyos, ríos,
pueblos y villas apelan a lo obvio; como los bares, tiendas o comercios que se
llaman Dos Hermanos; Mi Tío; Tres cuñados; cuatro abuelos, un hermano, un primo
y dos perros y así podría seguir hasta el infinito. Lo casi poco que pudo haber
de irredento sucumbió en Salsipuedes, y ese nombre sí que es original, poético
y trágico a la vez.
Somos un país de inmigrantes. Españoles, italianos, rusos,
valdenses, judíos, armenios casi toda Europa debe estar representada en nuestra
guía telefónica. Vinieron escapando del hambre, la miseria, las guerras;
trayendo los más sólo la ilusión de ver el mañana. Y también trajeron sus
tristezas: la añoranza del terruño y la impotencia de poder sobrevivir en sus
patrias. Nos trajeron la nostalgia.
Produjeron y se reprodujeron. Vieron el mañana, pero sus
ayeres de hambre y privaciones marcaron sus existencias. Sus músicas otrora
alegres puede decirse que muchas veces adquirían aquí un tono melancólico y
triste.
Y ya después agregamos las tristezas autóctonas, ese orgullo
de haber sido y ya no ser.
Por la alegría he vivido y por la alegría muero, que nunca
la tristeza se asocie a mi nombre , dicen que fueron palabras del combatiente
anti nazi checo Julius Fucik. Siempre me impactaron, como dichas para la
posteridad, pero nunca pude hacerlas mías.
¿Por qué siempre presente la muerte prematura como un
eslabón obligatorio de la redención universal?
Orientales, la patria o la tumba libertad o con gloria morir
es su sombra la que buscan, los valientes al morir
Muerte, muerte, muerte ¿por qué ese afán de buscarla,
provocarla, llamarla, torearla diciéndole acá, acá estoy, atrevete si sos
valiente?
Me suena mejor vivir se debe la vida de tal suerte que viva
quede en la muerte .
Así trato de evocarte Diego, aunque a veces es difícil.
Porque no hay patria sino tumba y no hubo sombra que te amparara. Y aún así,
sigo viendo, o tratando de ver, una sonrisa en tu rostro acribillado.
No quiero desprenderme de mis tristezas. A veces las llevo
muy escondidas, adentro de esa geografía que no puedo definir con ninguna
latitud ni longitud, acá, bien adentro, si es que el alma existe.
A menos de veinticuatro horas de tu muerte ya estabas
catalogado por la organización como héroe Héroe de la lucha por la libertad, la
democracia y el socialismo, como si una especie de Parca benévola y
condescendiente hubiera realizado un macabro canje: denme a vuestro hijo y yo a
cambio os corresponderé con un héroe . No fue Dios ordenándole a Abraham que
sacrificara a Isaac, su único hijo, y convencido de su obediencia impidió que
le quitara la vida. No, este fue un arrebato inconsulto. No hubo loas, unciones
ni ofrendas simplemente muerte. La Parca burlona parecía decir nunca más podrán
abrazarlo, vuestros amores u odios quedarán congelados, petrificados, pero a
cambio tendrán un héroe .
Terminamos entonces cambiando la patria por la tumba, la
libertad por la muerte y nos quedamos con la tristeza.
La tristeza como santo y seña. ¡Cuántas veces habré meditado
sobre ello! Los momentos de placer y alegría, cuando sucedían, se convertían a
poco en instantes de arrepentimiento.
¿Cómo puede ser que esté contento o alegre? me peguntaba,
tratando de bucear en mi inconsciente para resolver la cuestión.
Es lo que él hubiera deseado, me respondía intentando
convencerme.
Sí, él lo hubiera deseado, pero yo ¿estoy actuando de forma
correcta? ¿Cómo puedo estar contento si la vida parece haberse detenido ese
veinticuatro de diciembre? ¿No tendría que continuar la existencia pero parar
la vida?
¿Y si también detuviéramos la existencia?
Fue así como poco a poco la muerte se fue instalando en
nuestras cabezas. Nos convertimos en prisiones que deambulábamos tratando de
sobrevivir. La esquizofrenia pasó a formar parte de nuestra vida diaria.
Feliz Navidad, Feliz Navidad Cuando se acercaba la fecha y
recibía los saludos invariablemente mi respuesta era Gracias, igualmente , pero
en mi interior rumiaba un: imbécil, ¿Feliz Navidad por qué?, ¿qué te hace
feliz? . Un veinticuatro de diciembre, no recuerdo de qué año, en que mis
recuerdos y yo caminábamos al azar se me cruza un tipo y me espeta el consabido
Feliz Navidad . Feliz la puta madre que te parió estallé dejando anonadado al
pobre sujeto. Fue mi acto de rebeldía, la bronca contenida durante años que
brotó en siete palabras.
Ya no culpo al resto de la humanidad ni le exijo que cargue
junto conmigo la mochila, pero en ocasiones, cada Feliz Navidad sigue
estremeciéndome como si fuera una de las dieciséis balas.
A veces, cosas de lo más trivial desencadenan determinados
sucesos o pensamientos y estos rebasan los límites que nuestra racionalidad
pretende imponer.
Fui a reconocer el cuerpo. No precisé releer a Dante; había
traspasado la puerta y ya, ya mismo, estaba perdiendo toda esperanza. Me agaché
y apenas atiné a tocar uno de tus brazos, lívido, rígido, helado. Fue un toque
cómplice, como diciendo no te preocupes, ya llegué, estoy contigo, no te voy a
dejar más tiempo solo .
Me dio miedo abrazarte; tal vez era la manera de resistirme
a aceptar la realidad. Eras mi hermano y no lo eras; ese que estaba tirado ahí,
inerte, me era desconocido. Una calesita infernal de realidad y surrealismo me
invadió. Sí, me dio miedo abrazarte, cobijarte. Con el paso de los años, día a
día me preguntaba por qué no lo hice, por qué no te agarré y te apreté fuerte,
bien fuerte, para no dejarte escapar capaz que en mi interior ya intuía que no
estabas, que los escasos centímetros que separaban nuestros cuerpos en realidad
eran el límite de dos dimensiones que ya no tenían chance de comunicarse.
Dos días con todas sus horas me costó romper en un llanto
atroz. Día tras día durante años repetía la escena me hincaba a tu lado, te
abrazaba, te lloraba, te arropaba te tomaba en mis brazos y te traía hacia este
lado de la línea. Contemplaba luego mis manos vacías y limpias y maldecía
porque la sangre había desaparecido no había caso, ni la ilusión permanecía a
mi lado.
Me paré. Volví a observarte. Sería la última vez. Tu metro
ochenta desparramado en el charco de tu sangre; la remera clara, el pantalón
azul y los zapatos negros relucientes, recién estrenados.
Estrenó los zapatos para morir, estrenó los zapatos para
morir repetía sin cesar mi padre frente al lustroso par de mocasines, lo único de su vestimenta que le
arrebató a la muerte. ¿Qué pensamientos desencadenaba en él - judío emigrado de
la Rumania fascista, ex preso político en Brasil y militante del aparato
clandestino del Partido Comunista desde hacía años cada vez que repetía la
frase? ¿Reviviría sus avatares? Sé que mascullaba sus culpas y algunas veces
las ajenas, de aquellos que siempre se
dijeron compañeros y lo único que depositaron en sus manos fue el abandono
luego de musitar alguna frase para vaya a saber que mármol inexistente.
Muerte.
Walter, otro comunista uruguayo exiliado en Buenos Aires,
estaba con Diego el veinticuatro de diciembre. Bajó del apartamento - oficina a
comprar zapatos, en el lugar que Diego había comprado los suyos, los que estaba
estrenando ese día.
A él lo salvaron los zapatos nuevos. Seguramente su destino
hubiera sido el de Diego de haber permanecido con él, de haber renunciado a
estrenar sus zapatos. Cuando volvió todo había terminado ya; todo aquello, y
recién comenzaba todo lo otro.
Cada tanto nos encontramos; los veinticuatro de diciembre,
invariablemente, me manda un saludo y no olvida recordarme que en esa fecha
conmemora su segundo cumpleaños.
Resurrección.
*****
A mí me pasa lo mismo. Casi nunca tomo conciencia de ello,
sumido en una especie de ajenidad, pero creo que sí, es cierto; algo importante
de mí murió ese día, pero también nací por segunda vez. Nuestros padres
nuestros padres tuvieron su primera muerte. Papá sobrevivió nueve años,
rumiando sus culpas y desencantos, sus broncas y sus odios. Diego tenía
veintiséis años cuando lo mataron en mil novecientos setenta y cuatro. Mamá
siguió hasta el año dos mil; veintiséis años más. Lo sobrevivió tantos años
como Diego vivió. Lo vivió dos veces, día a día, noche a noche; una de ellas en
ausencia, tal vez como forma de lacerarse algo más, de expiar sus pecados y
ofrecerse desafiante a algún dios en quien no creía ni confiaba.
El Tano , Nino por aquellos tiempos, nació el mismo día y
año que Diego: doce de marzo de mil novecientos cuarenta y ocho. Eran mellizos
, compañeros y amigos.
Un día, muchos años después, me confesó: viste que yo no
escatimo dinero en vestirme, me gusta y me gasto la guita. Me gusta que todo
combine; pantalón, saco, camisa, corbata zapatos. Pero hay una cosa con la que
nunca me vas a ver. ¿Sabés con qué? Con zapatos negros. ¿Sabés por qué? Porque
el día que mataron a tu hermano me había comprado un par de zapatos negros. Los
tiré y nunca, nunca más me compré zapatos negros .
Vida.
*****
Vida, muerte, resurrección a veces los hechos más
inverosímiles se atan de la forma menos pensada.
Historia de zapatos la denomino.
Cuando menciono el título nadie me entiende, pero dentro mío
un leve cosquilleo me indica que más allá de rupturas o caminos que tomemos,
muchas veces hay lugar para una historia mínima que una para siempre nuestros
destinos. En este caso, tres simples pares de zapatos nuevos.
Fin de año también se me antoja una fecha triste,
celebración de las ausencias. Todavía revivo aquel primer treinta y uno de
diciembre sin Diego. Una casona de altos, vieja, probablemente de la década de
1920. Amplias habitaciones de techos elevados y una larga escalera de más de
treinta escalones desde la calle.
Allí estaba yo, con mis diecisiete años a cuestas, sentado
en el último escalón, apuntando con un rifle a la entrada, esperando que en
cualquier instante me llegara el turno. Allí estaba, solo, más solo que el propio Diego. En otros lugares también
Papá y Mamá masticaban soledades; las solidaridades hacían un descanso para
celebrar la llegada del novel año.
Una semana atrás había convertido mi casi normal
adolescencia en brutal adultez. Hoy era un viejo, resignado a llevarme alguno
conmigo si venían por mí.
Cada cohete que anunciaba mil novecientos setenta y cinco se
me antojaba uno de los balazos penetrando el cuerpo de Diego, que se retorcía
en espasmos de dolor y muerte. Cada cohete era un atacante que ingresaba
procurándome y el rifle iba de un punto a otro de la escalera y la puerta, el
dedo en el gatillo y el sudor anegándome en un baño helado.
Pude mantener la calma ja, ja, la calma. No disparé una sola
vez, aunque no me faltaron las ganas. En cierto momento, cuando comenzaba a
clarear, dije ¡BASTA!
Dejé el arma, me fui a la cama y, por segunda vez desde el
veinticuatro, lloré. Lloré a mares; por Diego, por mis padres, por el mundo por
mí, sí lloré por mí, solo solo solo.
Se acallaron los cohetes, cesó el llanto.
Y comenzó una nueva etapa: la de los recuerdos. Sí,
comprendí que lo que poseía de Diego eran recuerdos. Mis encuentros y
desencuentros con mi hermano ya no eran más que fotografías mentales del
pasado, recuerdos nada más. No había marcha atrás, no se podía cambiar nada, no
más planes simplemente recuerdos y la nada.
No sé qué hora era cuando me despertaron. Me sacaron de la
casa y después de cambiar un par de veces de vehículo, en algún lugar de la
Gral. Paz me levantó Nino.
No lograba entender qué era todo lo que me rodeaba, no
lograba comprender cómo la vida continuaba y no se había detenido con Diego y
conmigo.
Llegamos a una casa en la Provincia de Buenos Aires, en las
cuales estaba reunido un grupo de
compañeros del núcleo clandestino de Buenos Aires. A algunos nunca los había
visto tampoco los volvería a ver; nunca supe sus nombres.
Me abrazaron, fuerte, muy fuerte tal vez esa fue, siete días
después, la primera señal de afecto que recibí. No miré los zapatos de Nino,
pero hoy sé que no eran negros. La sensación era que todos y cada uno sentían
que les podía haber tocado a ellos.
Era año nuevo, primero de enero. Un fuego y algo de comida
encima de la parrilla. Se charló más bien de trivialidades, supongo que por
deferencia hacia mi persona, para evitar incomodarme.
Se comió y llegó el momento de brindar. El anfitrión, del
cual tengo un vago recuerdo de su rostro curtido con amplios bigotes, levantó
su copa de vino tinto y dijo: ¡ Por Diego, SALUD !
El golpe fue violento, pero no atiné a decir nada, ni salud.
¿Cómo podían estar brindando por la muerte? ¿Cómo? Alcé apenas la copa, como un
autómata
Posteriormente, todos los veinticuatro de diciembre, soy yo
el que discretamente me retiro hacia algún rincón, alzo la copa hacia la nada y
digo ¡SALUD!
Puede ser que haya sido un ritual. Supongo que lo mío
también. En definitiva el rito es parte de nuestra existencia, quizás de
nuestra cordura.
A la tarde volví a la casona vieja. El ambiente se
complicaba, ya no podía quedarme ahí. Hice unos contactos y recalé, a través de
un amigo argentino, en una casa donde vivían en comunidad un grupo de jóvenes.
En esos días entablé una cordial amistad con el perro de la
casa. No retuve su nombre, pero en mis retinas se dibuja su pelaje azabache y
su mirada comprensiva, cuando abandonaba a los demás y acudía a sentarse a mi
lado, sereno y paciente, a escucharme durante largas horas. Nunca me abandonó
ni por un instante en los momentos de mis desvaríos. Supongo que hoy, luego de
tanto escucharme, estará haciéndole compañía a Diego.
El cinco de enero teníamos marcados con Papá dos horarios y
dos puntos de reunión, por si uno fallaba. Temprano en la mañana nos
encontramos en un bar. Nos abrazamos, lagrimeamos. Mamá había viajado a
Montevideo; estaba en la casa de los entrañables Fritz y Luisa, de los pocos
incondicionales.
Nos pusimos al tanto y decidimos correr el riesgo. Volvimos
con mi padre al apartamento, donde todo había quedado detenido diez días atrás.
No se comía, no se bebía; simplemente se sobrevivía.
Recuerdo tu entierro Diego había gente, muchísima gente.
Muchas flores y coronas, de diferentes organizaciones. En el velorio, poco
antes de que partiera el cortejo, pedí que nos dejaran a solas con el cuerpo; a
Mamá, Papá y a mí.
Les dije: algún día voy a hacer justicia. Tras estas coronas
y flores hay millones de personas .
Sí, hay millones, dijo Papá con excepción de Diego.
Cinco mil cuatrocientos diecinueve ese era el nicho del
Cementerio de la Chacarita donde te sepultamos. Tardé nueve años en volver a
Buenos Aires, cuando retornaba la democracia. Bajé del barco, tomé el
subterráneo hasta Chacarita. Puse en tu nicho dieciséis claveles rojos, uno por
cada bala. Invariablemente cumplí con ese rito, otro más, todas las veces que
viajé a Buenos Aires, hasta que un día, cansado de los compromisos nunca
concretados de repatriación con gloria, cremé tu cuerpo y traje conmigo tus
cenizas, para esconderlas de las promesas vanas.
Ellas fueron testigo silenciosas de muchos acontecimientos.
Le conté de amores y desamores, sabores y sinsabores. Las alboroté anunciándole
que eras tío. Le anuncié adioses y bienvenidas. Las lloré, en silencio y sin
decirle a nadie, las lloré. Eran mi secreto y mi triunfo sobre la muerte.
Hoy las imagino abonando otras vidas, esparcidas al viento
en un lugar anónimo, sin peregrinajes ni oropeles, con sencillez, como sencilla
debiera ser la vida.
Como en todo, hubo muertos más ilustres y con más prensa que
otros. No fuiste de los más creo que tampoco de los menos. No se trataba de una
carrera de heroísmo.
Los procesos, la historia, hemos aprendido que van y vienen;
se avanza, se retrocede, se zigzaguea no es una espiral ascendente, es un ir y
venir azaroso de encuentros y desencuentros, de pasión, calma y amotinamientos;
rebeldía, sufrimiento y amor. No son blancos, no son negros; no son derechos o
torcidos; son.
Durante mucho tiempo y en muchas situaciones, yo no era yo,
era el hermano de Diego.
Para algunos lo sigo siendo.
Ya no me pesa, es tu triunfo sobre la muerte.
Si es que existe esa nebulosa del más allá, tarde o temprano
nos reencontraremos. Supongo que sabrás perdonarme algunos rencores; yo
perdonaré tus ausencias y te contaré como atravesé los vericuetos de los
recuerdos hasta llegar a la memoria. Te contaré cómo viví y cómo te viví te
contaré te contaré tantas cosas como te he contado en todos estos años.
Comienza a sonar la canción de Chico Buarque y el personaje
lentamente toma la lona oscura, se introduce bajo ella y tapa la escena.
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